20/6/09

TP Nº 10 FOCALIZACION

Sobre el texto “Cielo de claraboya” de Silvina Ocampo, escribir un relato breve desde el punto de vista de Celestina, o de sus supuesta tia.


El piso vidriado del hall de entrada, había soportado el ajetreo de 3 generaciones de Anchorenas, incluida esa mezcla de tacos militares y civiles que gestaron el ultimo golpe, pero esta ultima generación era la revolución personificada en Celestina, al principio podía seguirle el ritmo, era mas chica y controlable, pero con el tiempo se volvió una total malcriada, sumado esto a mi reuma y a esta maldita humedad, hoy estoy con un humor de perros y Celestina me pone los pelos de punta, esa manía que tiene de jugar con todo, de reírse de todo, me fastidia, me enoja, como si la vida fuera un juego, un motivo permanente de risa, como si no existiera el dolor, la angustia, como si la enfermedad y la perdida no fueran monedas corrientes, como puede alguien, aunque niño, reírse de todo, me molesta esa risa, esa risa forzada, esa gracia sin gracia, esas contestaciones como sobrando, siempre sobrando, le falta limites, hay si fuera mi hija…
Dale tía correme, juguemos a la mancha.
No nena no ves que no puedo jugar.
Dale tía…sino te saco el tejido…´
¡No! El tejido ¡No!...¡Dámelo! dámelo que es para tu hermanito, ¡dámelo te dije!...
Ja, Ja no me alcanza, no me alcanza…¡cuidado!..
PRUCH..hay, mi rodilla…
te caíste, te caíste…
si te agarro te mato
pude agarrar su pelo de un ágil zarpazo que hasta a mi me sorprendió y de la bronca contenida, de un tiron casi le saco la cabeza, pero ella, que para maldad a nacido, impulsada por mi propia fuerza tiro el jarrón japonés que yo le había regalado a su madre, que desastre, el jarrón en el piso esparcido en pedacitos, pedacitos mezclados con pedacitos del piso de vidrio y el agua chorreada en un charco oscuro como la noche o como la sangre y ese dolor de rodillas que me atenaza hasta el pecho y mis piernas que ya no mando y ese dolor que me inunda, me sube y la desesperación de un aliento que se me va y ya no vuelve y mi cara en el piso mirando el charco y mi sangre que paro para siempre y Celestina ríe y ríe y me mira sin parar de reírse y la risa que me llega como de la nada y por fin entiendo…entiendo el chisté y quiero reír y no puedo y ya no me duele nada, no siento nada y quiero reír y no puedo y me voy sin poder hacerlo.
Raul Sosa


En la oscuridad de esa noche sólo pudo escucharse la pesada loza caer sobre el piso vitraux. No hubo más que eso, y después fueron corridas y caras de horror. Algún llanto se permitió bien pasada la madrugada.
Esa noche había sido la de un sábado nublado y levemente fresco. Un sábado donde lo único que se hizo fue deambular entre las habitaciones e impedir que algo, aún lo más leve e imperceptible, escape de lo que deba suceder. Ningún integrante de esa familia se opuso al respecto hasta muy pasada la cena: de forma increíble e inaceptable, las formalidades parecen quebrarse más que nunca con el estómago lleno.
Alguien pretendió, simplemente, romper con lo preestablecido, y alguien tuvo que intervenir al respecto. Eso es todo. El día sábado (y los demás días de la semana) tienen sus reglas precisas y es remarcable atenerse a ellas. El descontrol y el libertinaje son como un tumor y devoran tanto a niños como a adultos. Alguien se corrompió y alguien impidió que el mal arrase. Eso es todo.
Que el jarrón se haya roto, que con la loza se hayan quebrado décadas de tradición, que el piso se haya arruinado, que esa nena haya muerto, todo eso es circunstancial.
Rodolfo Mendizábal


Celestina Jugaba
Cuando llegaron a esa casa, puerta de madera siempre lustrada, adornada con angelotes y tigres de grandes fauces, Celestina se puso contenta. Se sentó en uno de los grandes baúles mientras su papá y el chofer del camión subían los dos pisos con la pianola y los tres baúles restantes. Le gustó ese árbol alto, con esas hojas grandes que siempre estaban verdes y bailaban cuando un poco de viento venía de ese río tan ancho que después ella supo tenía color de león.
La divertían los vendedores que arrastraban sus carritos repletos de frutas olorosas y coloridas, los canillitas que voceaban el “últimas noticias” como jugando a la mancha.
Sus deditos recorrieron el cáliz dorado de las flores y todas las hojas negras del ascensor, parecidas a las de la casa del abuelo.
Sus padres y su tía Leonor atravesaron el océano huyendo del olor a sangre, y llegaron a esta tierra cargados con partituras musicales. Todas las tardes su madre tocaba la pianola y cantaba una alegre opereta.
Una noche de invierno, sus padres salieron contentos con unos amigos. Una compañía española representaba en el Avenida “Les Cloches de Corneville”. Su madre tarareaba mientras ponía en su cara polvos levemente rojizos y limpiaba sus zapatos de tacos altos y finos. El padre peinaba sus mostachos. Leonor se quedaba a cuidarla.
Un reloj de madera daba las nueve. La tía Leonor la llevó a la cama. Celestina llorisqueaba, querìa esperar a que mamá y papá volvieran. Sus pies descalzos buscaron la cuerda que estaba arriba de uno de los baúles. Su camisón volaba, Celina saltaba y reía, reía y saltaba.
Los tacos de la tía Leonor, su chambre de grandes flores azules se asomaron, y con voz ahuecada de barítono entonó “Celestina Celestina hay un lobo en esa esquina”. Celestina corría alrededor del baúl. La tía corría en el bosque, abría su boca y le decía “Voy a comerte”. Celestina corría y se reía. “Voy a comerte”. Al esconderse detrás de los pinos sus manos golpearon un jarrón de Murano que sus padres trajeron en el barco. Celestina se detuvo asustada, se agachó para juntar los pedazos. Celestina gritó la tía cuando sus manitas se mostraron asustadas.
Por un agujerito de las claraboyas comenzaron a caer gruesas gotas rojas al patio de esa señora vieja, con olor a naftalina, que vive abajo, tan sola la pobre.
Alicia N. Lorenzo


Luces en el suelo
La pequeña Celestina vivía junto a sus padres y su tía en una casa con suelo que dejaba ver la luz que venía de la casa de abajo.
Esta niña no soportaba los maltratos que recibía de sus adultos. Ella era feliz jugando, saltando a la soga, escuchando cuentos. Pero eso no sucedía muy a menudo.
Una noche fría de invierno la dejaron sola con su tía. Ella oía el viento que revoloteaba cerca de la ventana y hacía ruido como el del silbato del guarda del tren. Y eso le daba miedo. Pero más miedo le daba su tía.
Mujer cruel si las había. Despiadada, diabólica, malvada.
La pequeña Celestina estaba acurrucada en un rincón mirando lo que sucedía en el piso de abajo. Se veía a una niña solitaria mirando hacia arriba. Sus miradas se encontraron. La niña de abajo vio el miedo que reflejaban los ojos de la pequeña, entonces le dijo: - No temas, desmostrá coraje y vas a estar bien.
Celestina le hizo caso. Se puso de pronto a reir y a saltar la cuerda saboreando un caramelo de frutilla.
La tía comenzó a enojarse: - ¡ Celestina, Celestina! – le gritaba.
La pequeña hizo caso omiso a los reclamos de su tía y siguió riendo.
La tía se acercó a ella y Celestina dejó de saltar. Comenzó a correr desesperadamente.
- Voy a matarte – le dijo la tía furiosa.
- No, si no podés atraparme – le contestó Celestina.
Desgraciadamente la tía la alcanzó y le partió en la cabeza una jarra de loza.
Ríos de sangre brotaban por los rulos de Celestina, quien se encontraba inerte sobre el suelo de luces.
La niña de abajo corre a buscar a sus mayores horrorizada para contarles lo que había visto.
Todos corren para ver hacia arriba y estallan en carcajadas.
- No te das cuenta Leonor que arriba no hay nada. Son sólo la sombra de los árboles y el ruido del viento del invierno.
Leonor no se queda tranquila, ni por un momento. Ve caer del techo finas gotas de color rojo y sigue escuchando ruidos.
Aparece la carita de Celestina y sus rulos ensangrentados nuevamente contra el vidrio de la claraboya.
Celestina grita: - Ayúdame, ayúdame.
Leonor sale sigilosamente de la casa y trepa al árbol más cercano.
De repente, al llegar al techo se encuentra con la furiosa cara de la tía de Celestina.
Los adultos de la casa de abajo escuchan un fuerte golpe. Van corriendo para ver lo que sucede y no encuentran a Leonor.
La buscan por aquí y por allá, pero nada.
Pasan días, meses. Y sin noticias de Leonor.
Nadie sabe que la pequeña fue otra victima más del fantasma que vive sobre la claraboya.
Magdalena Rodriguez

-El sábado vamos a ir a lo de tu tía. La hermana de tu padre se ha ofrecido a cuidarte a ti también, Leonor -otra vez madre anunciándome que el sábado vamos a ir a lo de esa bruja de mi tía-.
-No quiero ir – digo pausadamente, no quiero que madre note mi desgano porque más se empecinará en que vaya-.
-¿No entiendo por qué? Allí estará tu prima Celestina.
Justamente por eso. Porque tía tiene una especie de odio irracional contra ella. Entonces, yo, que siempre soy más buena que Celestina, recibo también sus castigos: acostarme tan temprano como el número nueve, lavarme con esa jarra de loza, siempre tan fría y frágil.
-¿Por qué el padre de Celestina pone tan nerviosa a la tía?
-¿Perdón? Menos pregunta Dios y perdona.
Es sábado. Toda la familia llega puntual a lo de la tía. Sube en ése ascensor con flores de cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro. Asoma el cielo de claraboyas.
Es sábado. La familia se retira sin las niñas. Se van juntos, riendo con copiosas risas cómplices.
En el reloj, se acercan las nueve.
En el cuarto de arriba se escucha reír y saltar a las niñas. Se escuchan también los pasos que recorren la casa, desde el rincón de la radio donde suena un tango a un volumen nada normal, hasta el cuarto.
La tía va cantando: “Perdóname, si alguna vez goteando lodo, te amé, te amé y me arrastré de cualquier modo. Perdóname si por quererte fui capaz de odiar, si fui capaz de renegar mi fe, si fui capaz de todo, todo”.
Se escucha el crujir de la puerta al abrirse.
-Celestina, voy a matarte.
Se apagan las risas, los saltos, el tango. Sólo se escucha el reloj cucú. Evidentemente, canta las nueve.
Menos pregunta Dios y perdona.
Lucía Ballivián Belloni

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